jueves, 30 de junio de 2016

QUÉ MÁS PUEDO DECIR

Qué más puedo decir,
si todo ya lo he dicho.
Qué más puedo decir,
si lo poco que he vivido
habrá de definir mi futuro
por amor u odio.
Si vivir es algo independiente
a la perfección del verbo.
Qué más puedo decir,
si tal vez no he dicho nada
y lo que de verdad importa
escapa a las palabras.





martes, 28 de junio de 2016

MI TRAJE DESNUDO

Cada mañana me pongo mi traje de persona. Es un traje conveniente, de buena apariencia, tejido con la mejor fibra de humor y conformismo. Pero no es muy cómodo. A veces me queda estrecho, y lo que soy verdaderamente amenaza con reventar las costuras y reducirlo a tiras sobre mi piel. Otras resulta demasiado grande, cuelgan sus restos sobrantes por todos lados y al caminar me tropiezo con su lastre inútil, e intento levantarme sin que nadie se dé cuenta. No tiene las costuras bien cosidas; por ellas se cuela el viento frío de la indiferencia ajena y me estremezco de dolor. También aprieta y me hace daño, y mis movimientos nunca son naturales; siempre destilan un exceso de cuidado o de brusquedad. Decididamente es un traje incómodo. No está hecho para mí, pero debo llevarlo. 
Aunque a veces se cae, y no me doy cuenta hasta que la ráfaga helada del mundo descubre mi desnudez.




miércoles, 22 de junio de 2016

LA CUMBRE DE LA MONTAÑA

Alcanzo la cumbre de la montaña.
Veo la niebla.
Y los pinos.
Y la ciudad, y a las gentes.
Y el mar, y más allá el horizonte.
Y sé.
Soy el cielo.
La montaña.
La bruma.
Los pinos.
Una ola en el mar.
Un hombre.
Algo aquí y allá.
Y soy nada.
No he llegado a ninguna parte.
No sé nada, no soy nada.
He coronado la montaña.
Y soy sin ser.





martes, 21 de junio de 2016

SOUVENIR

He preparado dos tablillas para mi regreso de Roma. Ya tienen esbozada la primera mancha y el fondo. 
Pinto al óleo. En cada viaje, en lugar de traerme recuerdos, elijo los lugares que han representado un momento especial y busco en mi cámara las fotos que he sacado. No siempre son buenas. Es más, a menudo son pésimas, con una calidad visual y artística que deja mucho que desear. 
Pero no son las fotos lo que me interesa, sino que me transporten con la mayor exactitud posible al sitio donde fueron tomadas.
En mi último viaje a Irlanda, nos detuvimos en un lugar llamado Kylemore Abbey. Es una típica mansión británica neogótica rodeada de jardines y arboledas, con una laguna frente al caserón. Es de esos sitios donde la perfección estética es tan aplastante que uno se siente como un insecto reptando por la superficie de una magnífica pintura.
Después de tomar las pertinentes fotos desde los miradores, y liberados ya del deber de atestiguar mediante las mismas nuestro paso por el lugar, recorrimos los rincones de la finca. Todos los lugares ofrecían interés visual y parecían diseñados para formar parte de un cuadro. Era difícil elegir entre todos los motivos uno en concreto, una perspectiva en particular donde se condensara la personalidad y la atmósfera de Kylemore.




Hasta que llegó la decisiva. La vista del lago desde el lado contrario a donde se suelen tomar las fotos de la abadía; una vista poco corriente, donde se divisa la espalda erosionada por la lluvia de siglos de una montaña, el bosquecillo de acceso a la finca, parte de los jardines y el lago, tan limpio que abre otro cielo bajo nuestros pies. 
En mi boca se deshizo el hojaldre crujiente y la pera dulce y blanda de la tarta que comimos aquella tarde, elaborada por las monjas de la abadía. Percibí el frío del agua en la mano que introduje en el lago para comprobar la temperatura, aun sabiendo que sería un témpano de hielo. Noté en el bolsillo la hoja de roble y la bellota que me guardé, y me di cuenta de que había olvidado dónde habían ido a parar. El viento húmedo me sopló de nuevo en la cara y trajo el aliento a tierra empapada del bosque. Fue el mismo viento que arrastró las nubes cargadas de la lluvia que nos obligó a marcharnos y que me trasladó al momento cristalizado en aquella tarde. Un instante fuera del tiempo y del espacio que encajé en la vista del lago momentos antes de la lluvia.




Ese es mi souvenir de viaje. Me pregunto cuáles serán los recuerdos, aún inexistentes, que habrán de llenar las tablillas que he terminado de preparar. Su masa informe de color expresa ahora la incertidumbre de un futuro que aún no existe. 



martes, 14 de junio de 2016

BOCETOS DEL VIAJE

Siempre sucede, antes de un viaje, que imaginas el destino. Te ves a ti mismo teniendo delante los lugares que aparecen en las fotos, y en tu mente se forja la sensación que crees que te suscitará. Lees guías, revisas recomendaciones por Internet, chapurreas el idioma, escuchas a otros viajeros que ya han estado allí. Si todo eso no basta, ves documentales y películas, devoras libros, estudias la historia, interrogas a los naturales y preparas platos típicos al ritmo de las músicas tradicionales de la región. Te vanaglorias en secreto de tu pretendido disfraz de autóctono. Sabes más del lugar que los propios nativos y crees aprehender así su esencia.

Y llegas a tu destino, y éste rompe con paciente dedicación todos tus pérfidos esquemas. Hay infinidad de detalles que ni te habías imaginado que existían. La gélida humedad de las islas británicas te estremece como el aliento de un bosque. El sol mediterráneo lanza bombas de luz que explotan en metralla de colores en tus retinas. Hinchas las aletas de la nariz para aspirar la tibieza de la tierra sombreada bajo las higueras mallorquinas en verano, y comprendes el significado de "hogar" cuando el vaho caliente de la turba irlandesa te enrojece las mejillas empapadas de lluvia. El olor acre de la mantequilla frita en las calles de Dublín te recuerda que estás en latitudes donde el aceite de oliva es oro comestible.

Dulce campo siembra en la lengua el anís del hinojo balear, concentrado en un vaso bien frío de licor de hierbas. Hay plantas e insectos extraños, a quienes suscitamos a veces idéntica curiosidad y se empeñan en pasearse por la orografía de nuestro cuerpo. Unas ruinas solitarias, tal vez las columnas de un templo romano o las carcomidas murallas de una fortaleza medieval, dicen sin hablar que nuestras medidas del tiempo son una quimera y que el futuro solo existe para lo que nunca ha estado vivo.

Viajar consiste en descubrir lo que jamás habías imaginado.

viernes, 10 de junio de 2016

ANIMALILLO FELIZ

He conocido a muchas personas últimamente.
Siempre estamos rodeados de gente. Hay épocas en que decidimos mirar a esa gente a los ojos y descubrimos que, en contra de nuestros pensamientos, todos nos dicen algo. Pero son pocas las ocasiones en que tenemos algo que responder. 
En otras épocas miramos al suelo y esquivamos piedras y mierda, y a cielos constelados de contaminación y noches vacías de estrellas. También caminamos sobre la hojarasca de los árboles y por la arena de playas infinitas, y nos sentimos descalzos al entrar en un hogar amigo.
Siempre estamos solos. Pero a veces la soledad es una ausencia honda, y otras está tan satisfecha de existir como el juego de un animalillo feliz.

miércoles, 8 de junio de 2016

LA VIDA DE TODO

A menudo, las ideas más extrañas germinan en las circunstancias más comunes. 
Ir de compras. Pocas frases sintetizan tan apropiadamente mi concepto del aburrimiento. Meterse en un centro comercial o en una calle de tiendas y ofrendar una mañana o una tarde entera a elegir algo que, en origen, fue creado para proteger el cuerpo de los rigores del clima y el ego de ver a los demás como realmente son... no, no merece la pena invertir tiempo en eso. Claro que mis paseos sin rumbo también parecerán una pérdida de tiempo. Curiosa inversión de tiempo la nuestra, de regresar siempre al punto de partida.
Pero a veces el tedio es tan grande que, con tal de extinguirlo, lo aborrecible empieza a resultar atractivo. Ir de compras implica salir de casa, un paseo en coche, exponerse al sol y con suerte al viento, andar, esquivar a otros compradores, aguardar de pie durante horas a que los acompañantes elijan ropa de su gusto, con la esperanza lejana pero luminosa de que ocurra algo emocionante.
Como era previsible, no ocurrió absolutamente nada. Observé a la gente que pululaba por la tienda, a las mujeres que hurgaban entre las perchas a la caza de la blusa idónea, como guiadas por un instinto incomprensible, entre miles de blusas que, a mis ojos, eran todas iguales. También a los maridos y novios que las perseguían de perchero en perchero, de tienda en tienda, pagando el precio de mantenerse a salvo de la soltería. Los maniquíes ingrávidos, anoréxicas ellas y ciclados ellos, lejos de nuestras fealdades y vergüenzas de pobres humanos, algunos sin preocupaciones o sueños al carecer de cabeza; perfectos, sí. Perfectamente muertos.




Me dio curiosidad saber por qué tantas tiendas, por qué tanta gente, por qué tanto atractivo. Revolví entre los expositores, saqué camisas de su sitio, di la vuelta a pantalones, sostuve las perchas en alto para representar el tronco que habría de llenar aquellas prendas, los brazos y las piernas que saldrían por los huecos, el cuello y la cabeza. Había muchos iguales, cientos, miles. Sin duda habría más almacenados, doblados en la oscuridad, esperando en silencio su turno para ser llevados a casa de alguien en una bolsa. Millares de metros cuadrados de tela, incontables botones, cinturones, cremalleras. Costuras infinitas. Algodón, seda, cuero, poliéster, lino, elastán. Vacas, campos de cultivo, negra sangre de petróleo en las entrañas de la tierra. No sabía quién había extraído y procesado todo aquello, ni en qué región remota del mundo, ni cómo había llegado hasta la tienda para que la sostuviese ante mí. Tanto esfuerzo invertido, tantas existencias implicadas en algo que, como mucho, duraría un par de años y luego amarillearía como un pétalo marchito en el fondo de algún armario. Después, rasgado en trapos o a la basura. Se descompondría en un vertedero y solo sobrevivirían las piezas de plástico y de metal, oxidadas y corroídas bajo el aliento del tiempo.




Pagaron en caja, metieron la ropa en bolsas, regresamos al coche, volvimos a casa. El sol resbalaba al otro lado del cristal. Ese mismo sol destellará alguna vez en los metales de nuestra ropa, blanqueará nuestros huesos cuando el viento se encargue de sacarlos de la tierra. No quedará nada más. Nadie sabrá a quién habrán pertenecido, qué pensamientos habrán circulado en el interior de los cráneos huecos, cuáles son los impulsos que habrán aprisionado los corazones bajo las costillas desordenadas. Cuánta vida habrá habido en esas osamentas, silenciosas hasta el fin de los días.
Y a decir verdad, qué importa.

lunes, 6 de junio de 2016

CAMINAR

Es la mía una filosofía peripatética, labrada a golpe de calle, de caminar, de lluvia incipiente y de frío, de viento y de calor, de extrañas madrugadas y de mañanas luminosas, de asfalto, de grava, de arena y de paseos orillando el mar y los barrancos. Es por ello una filosofía contradictoria, aburrida de sí misma y a la vez obstinada en no dejar pasar la mínima oportunidad. No voy en busca de respuestas: no hay otra respuesta que el mundo. Persigo las preguntas que perfilan esa respuesta, que me indiquen una dirección a seguir en este mundo sin perderme. Pero ninguna dirección es segura, todas se tuercen en algún punto y, en todo caso, ninguna conduce donde quiero llegar. Sé, en suma, que es la mía una filosofía patética, tan apegada a la tierra cuanto más niega pertenecer a ella. 




jueves, 2 de junio de 2016

HORIZONTE

Arriba el cielo, abajo el mar. Azul sobre azul avanzando hacia el delirio blanco del horizonte, esa distancia prolongada más allá de lo imaginable. Parecería la materialización del vacío, si existiese realmente. La tierra, el cielo y el mar corren paralelos en un reflejo mutuo, sin alcanzarse jamás, pero de alguna manera ese contacto existe. Si uno se acerca a la orilla del mar e introduce la mano en el agua, se asegura de que sí, de que es una masa líquida enorme pero fría, salada y húmeda. Por muy oscuras que sean sus profundidades, los sentidos la perciben, como perciben que la arena bajo las plantas de los pies alfombra también esos abismos. 




Pero al levantar la vista se abarca otro mar, un mar impalpable y sobre cuyas profundidades solo se puede especular. De qué estará hecho ese fondo azul durante el día y negro en la noche, por muchas teorías que aventuremos, supera nuestra comprensión. Lo único que nos queda es la conciencia de que, si podemos verlo, algo de nosotros reside en él, y algo de su serena eternidad en nosotros.