Cada mañana me
pongo mi traje de persona. Es un traje conveniente, de buena apariencia, tejido
con la mejor fibra de humor y conformismo.
Pero no es muy cómodo. A veces me queda estrecho, y lo que soy verdaderamente
amenaza con reventar las costuras y reducirlo a tiras sobre mi piel. Otras
resulta demasiado grande, cuelgan sus restos sobrantes por todos lados y al
caminar me tropiezo con su lastre inútil, e intento levantarme sin que nadie se
dé cuenta. No tiene las costuras bien cosidas; por ellas se cuela el viento
frío de la indiferencia ajena y me estremezco de dolor. También aprieta y me
hace daño, y mis movimientos nunca son naturales; siempre destilan un exceso de
cuidado o de brusquedad. Decididamente es un traje incómodo. No está hecho para
mí, pero debo llevarlo.
Aunque a veces
se cae, y no me doy cuenta hasta que la ráfaga helada del mundo descubre mi desnudez.
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