Siempre sucede, antes de un viaje, que imaginas el destino. Te ves a ti mismo teniendo delante los lugares que aparecen en las fotos, y en tu mente se forja la sensación que crees que te suscitará. Lees guías, revisas recomendaciones por Internet, chapurreas el idioma, escuchas a otros viajeros que ya han estado allí. Si todo eso no basta, ves documentales y películas, devoras libros, estudias la historia, interrogas a los naturales y preparas platos típicos al ritmo de las músicas tradicionales de la región. Te vanaglorias en secreto de tu pretendido disfraz de autóctono. Sabes más del lugar que los propios nativos y crees aprehender así su esencia.

Dulce campo siembra en la lengua el anís del hinojo balear, concentrado en un vaso bien frío de licor de hierbas. Hay plantas e insectos extraños, a quienes suscitamos a veces idéntica curiosidad y se empeñan en pasearse por la orografía de nuestro cuerpo. Unas ruinas solitarias, tal vez las columnas de un templo romano o las carcomidas murallas de una fortaleza medieval, dicen sin hablar que nuestras medidas del tiempo son una quimera y que el futuro solo existe para lo que nunca ha estado vivo.
Viajar consiste en descubrir lo que jamás habías imaginado.
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