martes, 14 de junio de 2016

BOCETOS DEL VIAJE

Siempre sucede, antes de un viaje, que imaginas el destino. Te ves a ti mismo teniendo delante los lugares que aparecen en las fotos, y en tu mente se forja la sensación que crees que te suscitará. Lees guías, revisas recomendaciones por Internet, chapurreas el idioma, escuchas a otros viajeros que ya han estado allí. Si todo eso no basta, ves documentales y películas, devoras libros, estudias la historia, interrogas a los naturales y preparas platos típicos al ritmo de las músicas tradicionales de la región. Te vanaglorias en secreto de tu pretendido disfraz de autóctono. Sabes más del lugar que los propios nativos y crees aprehender así su esencia.

Y llegas a tu destino, y éste rompe con paciente dedicación todos tus pérfidos esquemas. Hay infinidad de detalles que ni te habías imaginado que existían. La gélida humedad de las islas británicas te estremece como el aliento de un bosque. El sol mediterráneo lanza bombas de luz que explotan en metralla de colores en tus retinas. Hinchas las aletas de la nariz para aspirar la tibieza de la tierra sombreada bajo las higueras mallorquinas en verano, y comprendes el significado de "hogar" cuando el vaho caliente de la turba irlandesa te enrojece las mejillas empapadas de lluvia. El olor acre de la mantequilla frita en las calles de Dublín te recuerda que estás en latitudes donde el aceite de oliva es oro comestible.

Dulce campo siembra en la lengua el anís del hinojo balear, concentrado en un vaso bien frío de licor de hierbas. Hay plantas e insectos extraños, a quienes suscitamos a veces idéntica curiosidad y se empeñan en pasearse por la orografía de nuestro cuerpo. Unas ruinas solitarias, tal vez las columnas de un templo romano o las carcomidas murallas de una fortaleza medieval, dicen sin hablar que nuestras medidas del tiempo son una quimera y que el futuro solo existe para lo que nunca ha estado vivo.

Viajar consiste en descubrir lo que jamás habías imaginado.

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