miércoles, 8 de junio de 2016

LA VIDA DE TODO

A menudo, las ideas más extrañas germinan en las circunstancias más comunes. 
Ir de compras. Pocas frases sintetizan tan apropiadamente mi concepto del aburrimiento. Meterse en un centro comercial o en una calle de tiendas y ofrendar una mañana o una tarde entera a elegir algo que, en origen, fue creado para proteger el cuerpo de los rigores del clima y el ego de ver a los demás como realmente son... no, no merece la pena invertir tiempo en eso. Claro que mis paseos sin rumbo también parecerán una pérdida de tiempo. Curiosa inversión de tiempo la nuestra, de regresar siempre al punto de partida.
Pero a veces el tedio es tan grande que, con tal de extinguirlo, lo aborrecible empieza a resultar atractivo. Ir de compras implica salir de casa, un paseo en coche, exponerse al sol y con suerte al viento, andar, esquivar a otros compradores, aguardar de pie durante horas a que los acompañantes elijan ropa de su gusto, con la esperanza lejana pero luminosa de que ocurra algo emocionante.
Como era previsible, no ocurrió absolutamente nada. Observé a la gente que pululaba por la tienda, a las mujeres que hurgaban entre las perchas a la caza de la blusa idónea, como guiadas por un instinto incomprensible, entre miles de blusas que, a mis ojos, eran todas iguales. También a los maridos y novios que las perseguían de perchero en perchero, de tienda en tienda, pagando el precio de mantenerse a salvo de la soltería. Los maniquíes ingrávidos, anoréxicas ellas y ciclados ellos, lejos de nuestras fealdades y vergüenzas de pobres humanos, algunos sin preocupaciones o sueños al carecer de cabeza; perfectos, sí. Perfectamente muertos.




Me dio curiosidad saber por qué tantas tiendas, por qué tanta gente, por qué tanto atractivo. Revolví entre los expositores, saqué camisas de su sitio, di la vuelta a pantalones, sostuve las perchas en alto para representar el tronco que habría de llenar aquellas prendas, los brazos y las piernas que saldrían por los huecos, el cuello y la cabeza. Había muchos iguales, cientos, miles. Sin duda habría más almacenados, doblados en la oscuridad, esperando en silencio su turno para ser llevados a casa de alguien en una bolsa. Millares de metros cuadrados de tela, incontables botones, cinturones, cremalleras. Costuras infinitas. Algodón, seda, cuero, poliéster, lino, elastán. Vacas, campos de cultivo, negra sangre de petróleo en las entrañas de la tierra. No sabía quién había extraído y procesado todo aquello, ni en qué región remota del mundo, ni cómo había llegado hasta la tienda para que la sostuviese ante mí. Tanto esfuerzo invertido, tantas existencias implicadas en algo que, como mucho, duraría un par de años y luego amarillearía como un pétalo marchito en el fondo de algún armario. Después, rasgado en trapos o a la basura. Se descompondría en un vertedero y solo sobrevivirían las piezas de plástico y de metal, oxidadas y corroídas bajo el aliento del tiempo.




Pagaron en caja, metieron la ropa en bolsas, regresamos al coche, volvimos a casa. El sol resbalaba al otro lado del cristal. Ese mismo sol destellará alguna vez en los metales de nuestra ropa, blanqueará nuestros huesos cuando el viento se encargue de sacarlos de la tierra. No quedará nada más. Nadie sabrá a quién habrán pertenecido, qué pensamientos habrán circulado en el interior de los cráneos huecos, cuáles son los impulsos que habrán aprisionado los corazones bajo las costillas desordenadas. Cuánta vida habrá habido en esas osamentas, silenciosas hasta el fin de los días.
Y a decir verdad, qué importa.

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